21 mar 2012

Día de visitas

Me desperté con el cielo nublado. Era una de esas mañanas en las que la neblina parece meterse sin permiso dentro de las sabanas, buscando calor en nuestros huesos. Mis ojos no podían volver a cerrarse como lo hubieran hecho años atrás, ya no tenía edad para decidir cuándo y cómo deseaba dormir.

Esperé prácticamente inmóvil a que vinieran a darme los buenos días. Eran estos los minutos que aprovechaba para conversar conmigo misma, aunque cada vez se me iban acabando los temas, se me confundían las historias y borrando las memorias, o al menos eso parecía. No sabía si era mi día de visitas; a decir verdad me costaba recordar la frecuencia de mis encuentros con esa familia tan amable y educada que venía a leerme y enseñarme fotos con una exquisita torta de frutas ¿Será que estamos en Navidad? Como quiera que sea, se ha convertido en mi merienda de las tardes y acompañada con café negro es un manjar de Dioses. Espero que traigan otra cuando regresen. La comida de aquí no es buena, solo disfruto los jugos, pero parecen racionarlos como si esto se tratase de un campo de refugiados.

Clementina debe estar a punto de entrar en silencio y abrir la cortina para enseñarme el clima que ya he vaticinado sin mayor complicación. No se sorprenderá de verme despierta, ya se acostumbró que pese a los reiterados consejos sobre la importancia del sueño y el tilo en las noches, siempre, o al menos por los días que me queden, la recibiré con ojos abiertos y trataré de convencerla que pasé una buena noche.

Como les comentaba, los desayunos suelen ser poco apetitosos. Gracias a Dios, Clementina me consiente y toma sin permiso una ración extra de frutas la cual lleva a mi cuarto valiente y decidida, pero con mucha precaución. Creo que tener tantos años acá me ha hecho acreedora de esos pequeños lujos que resultarían impensables para los recién llegados. Solo como la fruta y dejo lo demás, con el tiempo aprendimos a no discutir más al respecto y optamos por conversar amenamente en las mañanas.

Verán, me tomo todo este tiempo en narrar la forma de comenzar el día porque es la única que mi mente parece recordar con facilidad. El resto de las horas parecieran ser secuestradas por la memoria de alguien más, huyendo de las mías con temor. Me temo que es únicamente en estos ratos a solas, con la lucidez del amanecer, que puedo ir uniendo piezas de un rompecabezas que se muestra imposible de armar.

Así como recuerdo a detalle los desayunos y puedo enumerarles los nombres y dosis de las pastillas que tomo en cada comida, no puedo contarles con mucha precisión el motivo de mi estadía en este lugar. Mis recuerdos de infancia vienen claros, me veo sentada en el regazo de mamá y puedo oler la mezcla de tabaco y cuero del maletín de trabajo de papá. El resto, se me pierde. Creo haberme enamorado, y digo creo porque aunque no puedo visualizar su cara tengo la intuición de haber amado. Son cosas que no pueden explicarse con mucha lógica, pero deben saber que la edad no solo regala sabiduría como suelen decir, sino también desarrolla en uno un instinto que se convierte en nuestros ojos cuando la vista nos falla, y en nuestra memoria cuando vamos perdiendo la consciencia.

Sé que tengo mucho tiempo aquí, he visto entrar y partir a unos cuantos, y aunque no recuerdo sus nombres no olvido la forma en la que me han hecho sentir. Se siente agradable conocer otros seres humanos a esta edad; nunca pensé hablar de reuniones nocturnas y juegos de canasta a los ochenta. Aunque nadie como Clementina. Tiene edad de ser mi nieta y supongo que me he permitido el lujo de quererla como a una, en vista de esta soledad. A ella no pareciera importarle, veo en sus ojos la complicidad de un acuerdo tácito de cariño y calor familiar entre una anciana recluida y una venteañera en la flor de su vida.

Por fin entra Clementina, me abre la cortina y tras darme los buenos días me comenta de la lluvia y el tráfico que enfrentó para llegar. -“Ni la lluvia logra que se le peguen las sábanas” comenta sonriente.

Si supiera cuánto disfruto su compañía en el desayuno. Hoy me comenta de sus exámenes universitarios y de un muchacho que parece ser una conquista por la forma de hablarme de él; me avergüenza preguntarle si es que ya lo ha mencionado antes y procuro asentir sonriente como quien sigue sin obstáculos el hilo de una conversación. Terminamos el desayuno y mi compañía debe marcharse. Se despide pues debe alistarse, ya que más tarde se reunirá con el resto de su familia a comer juntos torta de fruta.

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